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Lulú en Salzburgo

6 febrero 2010

En mayo de 2006 estuve en Salzburgo. Fue una estancia muy breve: ni siquiera pasé allí la noche, o no la noche entera. Venía de un soleado München o bien Múnich, que originalmente no había planeado visitar, y adonde llegué más bien de malas dada la pérdida de mi autobús a Viena en Praga, donde fui tan maltratado por la vendedora -vaya, muy pronto me extravío en detalles insulsos, como todo detalle, qué haríamos sin ellos. Y ahora que intento recrear aquel día, caigo en cuenta que me es imposible determinar si llegué a Salzburgo por la mañana o si de hecho dormí allí desde la noche anterior y por tanto dejé München al caer la tarde: recuerdo que refrescó cuando me hallaba a la orilla del Isar, contemplando su verde cauce y dejándome arrullar por su espeso rumor; luego anduve por el parque circundante, diríase un bosque discreto enclavado en la ciudad; recuerdo incluso que antes, por la tarde, había comprado una buena porción de fresas por un euro al salir del Palacio Real: eran tan dulces que su jugo escurrió entre mis dedos, debí buscar una fuente donde lavarlos más tarde -desde luego pensé en Gustav von Aschenbach al comer aquellos frutos, uno termina por ser kitsch irremediablemente. Recuerdo luego el tranvía de vuelta a mi hostal: lo que no puedo precisar es dónde pasé aquella noche, cómo era mi cama, mi habitación.

Salzburg

En Salzburgo hacía frío, y sobre todo viento: una jornada entera se antojaba demasiado extensa para una ciudad tan escasa. Atravesé un herrumbroso puente pintado de blanco, en cuyos remaches, cuyas vigas, avanzaba una humedad sin tregua, verde en las cercanías de la piedra, óxido en el aire. Jardines, iglesias, cementerios, nubes: todo en Salzburgo convocaba a la muerte -todo en mí la convocaba. Oh, no se me malinterprete: no sentía pesadumbre, ni abrigaba la intención de lanzarme al Salzach -es cierto que, aunque caudaloso, no parecía un río propicio a los suicidas, habría sido entre cómico y lastimero. Más bien me sentí contento, devuelto en cierto modo a mi hábitat, con aquella humedad y aquellas nubes grises, aquellos callejones intrincados entre cerros y, en fin, aquella ciudad en cierto modo impuesta a los elementos. Llamaron mi atención las muchas construcciones integradas a la piedra, cafeterías, tiendas, catacumbas, la misma iglesia de San Pedro. Y, con todo, había algo en el ambiente que me apartaba de aquella concreción, como si de tan esmerada, tan arduamente alzada a lo largo de siglos, la ciudad hubiera acabado por ser una enorme maqueta, con su hermoso Hochensalzburg dominándola desde el Mönchsberg, herido de túneles: una urbe planeada desde siempre como sitio de turistas, nunca un espacio real, nunca un lugar vivo.

Sazburg

Me salté la casa de Mozart, desde luego, quien celebraba ese año los doscientos cincuenta de su nacimiento, y me salté también el castillo: casi siempre me había llevado grandes decepciones de otros tantos que había visitado por Europa, convertidos hoy en anacrónicas emulaciones de Disneylandia. Me interesaba más la función de aquella justa noche en el Salzburger Landestheater, enclavado en el Rainberg: habría descuentos para profesores de Europa, una coreografía a cargo de Peter Breuer. Se llamaba Lulú. Mi mapa marcaba una línea recta, un túnel que cortaba el Mönchsberg, y desembocaba en aquel costado de la ciudad, pero en algún punto debí extraviarme, porque al cabo de unos quince minutos de andar apresuradamente por aquellos intersticios robados a la piedra -atravesé un estacionamiento subterráneo y varias salientes, o varias veces las mismas salientes- acabé devuelto a la Kapitelplatz, de donde venía.

Creo que maldije en aquel momento la estúpida idea de enclavar una ciudad en un promontorio de piedras, y maldije también la estúpida puntualidad de los austriacos: «Lulú» comenzaría en menos de diez minutos. Estaba hecho una furia cuando llegué al Rainberg, pero aún tuve tiempo de disiparla: el espectáculo comenzó diez minutos tarde.

Lulú

Y valió la pena la espera, y aun la furia. Porque en las dos horas que duró la coreografía apenas tuve tiempo de distenderme. Sí: ciertamente Peter Breuer es, si no genial, al menos lúcido, una virtud cada vez más exigua, y esa lucidez atravesaba el montaje, la transposición de una tragedia de principios del XX a una representación contemporánea: todo cargaba en su dramatismo -intensidad del color, complejidad en la coreografía, guiños al ballet clásico, la montaña misma como fondo del escenario- un aire de extrañeza, de funesta extrañeza. Como si aquel espacio -siempre inmarcesible- que fundaba la danza frente a nuestros ojos -frente a mis ojos- nos recordara -me recordara- que todo ha de morir un día. Que la belleza también morirá. La belleza: uno de los cuerpos robó mi atención desde que entró, como una saeta, cortando literalmente el aire; una contundencia de miembros desplegados a su dominio, cuya sentencia más clara era la expresión del rostro, un rostro bello e impasible, casi inconmovible, como tendría que ser el rostro de un personaje al que se adjudicará un crimen; aquella constitución iba apenas cubierta por un atuendo que sugería la desnudez más que la prohibía (o acaso por ello la prohibía).

Me sentí conmovido por aquel esplendor. Aquel cierto esplendor, que me hacía consciente de su lejanía: un esplendor que se debía al arte tan sólo. No era la materia, sino la sucesión de sus formas: el artificio en que iba envuelta -en que a mi inteligencia aparecía envuelta.

Dunkel Salzach

Al final de la función, cuando pasé a echarme agua a la cara, aquel mismo cuerpo se introdujo al baño, donde también estaban las duchas, y se desvistió tras la mampara: disuelto en la inmediata nube de vapor, en la textura de aquella separación entre nosotros, pudo ser real por un momento, como una prolongación atópica del escenario de madera y piedra que apenas unos minutos antes dejáramos, también entonces apartados de manera intangible; real a mis sentidos, a pesar de que en el intermedio hubiera visto ya aquel mismo cuerpo sentado en los escalones de la entrada, y creo que incluso escuchádole hablar en mi propia lengua -o quizá en rumano, o quizá en una lengua incomprensible de Europa del Este. Salí a toda prisa de aquel recinto, y me alejé a través del Mönchsberg, hacia la estación de trenes, para llegar a Viena.

Iba temblando.

Porque el recuerdo de aquella aparición, aquella concreción de la belleza, igual que el oscuro Salzach, era terrible y dulce, como la muerte.